Un jilguero
El agua viene bajando, trae lodo.
No hay qué pescar, no hay qué comer.
Isabel se arremanga los pantalones y descalza camina por las piedras, hasta allí, donde el río tuerce y forma una pequeña pileta, se inclina y comienza a lavar sus ropas.
Ropas de niños y niñas, pequeñitos y no tanto, ropa de mujer adulta también, pero ninguna de hombre.
La faena le lleva casi tres horas, dos o tres veces por semana, verano e invierno, con sol o con nubes, sólo la lluvia le impide el ritual.
El río baja turbio, no es mucho lo que puede lavar, sus aguas oscuras tiñen las prendas claras, el pobre jabón no hace espuma, menos aún perfuma.
Friega sus ropas contra las piedras, las enjuaga, las escurre, las vuelve a enjuagar y nunca quedan blancas.
Isabel no canta mientras lava, sólo lava mientras sueña. Utopía luminosa, frescos blancos la envuelven, linos suaves con olor a rosas.
Canta un jilguero, y el marrón río enlodado se arremolina en sus piernas.
Jamás cae Isabel, sólo friega mientras sueña.
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