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domingo, 9 de marzo de 2008




ALGO SENCILLO



Me habían dicho que era sencillo, sólo cuestión de obedecer a la orden precisa en el momento justo, sólo éso.
Lentamente, como si tuviéramos todo el tiempo del mundo, el instructor me colocó el chaleco y abrochó las tiras en el pecho, luego enganchó el arnés y lo ajustó a mis muslos, me colocó el casco delicadamente, volvió a revisar todo y me dijo “bueno, ya estás lista, ahora a correr!”.
Él me había adelantado que el equipo era pesado y me costaría correr, pero nunca pensé que tanto. También me explicó que cuando ya no tuviera más suelo bajo mis pies (sic) debía seguir moviendo las piernas a igual que si corriera en el aire (como un dibujito animado, pensé).
Todo sucedió muy rápido, en el preciso instante en que se acababa el cerro, yo ya estaba volando. Sin movimientos bruscos, planeaba suave como si volar fuera lo mío y hubiera nacido sólo para hacer éso.
Allí abajo (bien abajo, unos mil metros) brillaba la ciudad bajo los primeros rayos de sol como metálica, el mismo sol que daba en mi cara de lleno y me hacía sentir tan feliz. Bailaba con el viento un dulce vals que me llevaba aquí y allá, me elevaba lento para dejarme caer luego más lento aún.
Por donde miraba veía montañas, la precordillera con sus cimas redondeadas bien cerca mío y más allá, en el fondo, la cordillera de los andes altiva con sus cumbres filosas clavándose en un cielo turquesa, tan intenso, donde las nieves eternas se recortan produciendo un efecto extraño, como un horizonte dentado allí arriba.
Y en medio de todo aquéllo, yo volando, atragantándome con imágenes, colores y sonidos.
Recordé que llevaba mi cámara al cuello, con la excitación del vuelo lo había olvidado. Comencé a sacar fotos en todos los ángulos como tonta, a mis manos y pies recortando el paisaje, la tela de colores del parapente sobre mi cabeza, y hasta mi cara, de la que sólo se distinguían mis ojos sonrientes asomados por el visor del casco.
Las corrientes cálidas que me permitían mantenerme allí arriba empezaban a desaparecer, corridas por otras más frías, y comencé así a descender lentamente. Todo cobró otra dimensión, aquellas piedritas que parecían canto rodado fueron transformándose en grandes piedras imposibles de mover, los pastitos amarillentos se convirtieron en vegetación achaparrada y espinosa, los verdes y marrones se llenaron de matices. Así fui acercándome a la tierra, a ese suelo que la mayoría de los mortales jamás deja de pisar y que hoy yo tuve el coraje de abandonar por un rato al menos.
Me preparo para apoyar mis pies en tierra firme dando unos pasos largos para no perder el equilibrio e impedir que la tela y los hilos se enrosquen.
Todo está quieto ya, fue un buen aterrizaje. Me saco el casco y desabrocho el equipo, nuevamente mis piernas me sostienen.
Allí arriba los vientos siguen soplando y yo me voy con la magia de haber volado guardada en mi alma.

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