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miércoles, 12 de marzo de 2008


Niña madre

Un llanto despabila al silencio, lo perturba.
El aire es caliente y la noche traspira, el cuerpo de la niña también. Surcos salados bajan por su cuello, prendiéndose al pecho que palpita dolor en lo oscuro.
Entre tronco y tronco la pared deja entrar hilos de luz de luna, de ellos se desprenden todas las visiones, una mesa cuadrada, dos sillas rudas, unos tarros, latas, la palangana azul, que ella sabe que es azul sin distinguirlo, la cunita que se achica noche a noche, que importuna, que reclama.
Su cama, la de ella, donde yace junto a un cuerpo que exuda años, años sí pero no experiencia, hombre que no aprendió cómo tratar a una mujer, a una mujer tierna y nueva en las prácticas del amor.
Este macho duerme calmo, sin conciencia, sólo de tanto en tanto silba su pecho el cansancio de la jornada y sus manos se encrispan en puños que golpean fantasmas. Todas sus noches son así, todos sus sueños, pesadillas.
La niña intenta una vez más, intenta apaciguar sus latidos, que su corazón ceda paso a la calma y sus lágrimas se sequen en su cuello sin dejar huellas.
Noche a noche lo intenta, sin lograrlo. Noche a noche su llanto se coagula, se adentra en la espesura del monte que la rodea, la abraza, la asfixia.
Perlas líquidas iluminan sus pechos turgentes, remolinos de sudor y leche, leche tibia que calma otros llantos, los de la niña, esta vez, la más pequeña.

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