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sábado, 15 de marzo de 2008

OFRENDA


Mi boca se posó sobre la suya. Mis labios abiertos sobre sus labios, devorándolos suavemente, saboreándolos, de afuera hacia adentro, sin cerrarlos, abiertos y húmedos de deseo. Tan húmedos como mi sexo. De entre mis piernas trepaba el propio Eros con su aroma inconfundible. Nos besábamos con los ojos abiertos, nuestras miradas brumosas de tan cerca, no queríamos perder detalle. Seguimos besándonos sin pestañar, sin respirar casi. Nuestro aliento se fundía en uno solo, en un soplo de sexo entre la vida y la muerte. Su lengua se posó sobre la mía, recorrió mi boca, mi paladar, hurgó hasta encontrar mi lengua nuevamente y danzaron entrelazadas con sus puntas ágiles y temblorosas. Beso húmedo de deseo inconfesable de los días, de las noches, de sueños ardientes de noches eternas. Sus manos comenzaron a recorrer mi cuerpo, con determinación y dulzura. Primero sujetó mis hombros, los llevó hacia él, contra su cuerpo, sostuvo firme mi pecho junto al suyo en un solo latido. Luego deslizó sus dedos por mi espalda hasta la cintura, allí presionó una vez más y mi pelvis se unió a la suya y el calor de ambos se fundió en un fuego tan ardiente que ni el mar de las estrellas podría apagar. Sus dedos siguieron recorriéndome. Sus manos acariciaron mis piernas, rodeándolas por fuera y por dentro, con una leve presión las abrió y fue dejando lentamente mi sexo al descubierto. Mi sexo que suplicaba ser besado, que aguardaba hacía siglos su boca, esa lengua que recorrió mi lengua y que ahora besaba estos otros labios tan húmedos y ardientes como aquéllos. Sus ojos seguían abiertos, jamás dejó de mirarme, ni yo a él. Mis piernas abrazaron su cara y mis pies en su espalda resbalaban transpirados. Mi pubis fue mi ofrenda, mi cuerpo quebrado de placer se agitaba, se acercaba a su boca y se alejaba, lo buscaba y lo rechazaba seduciéndolo con su vaivén. Sus dedos delicados entraron en mi cuerpo ávidos de deseo, me acariciaron por dentro, me prepararon para recibirlo, a él, completo, con su sexo erguido y caliente a punto de estallar, con sus nalgas apretadas aguardando el instante sublime, el triunfo de las formas, la cavidad perfecta. Comunión de los dioses y los demonios. Todos los fluídos en uno. Un alarido de gozo y una carcajada silenciosa fueron los sonidos del amor. Luego el silencio gobernó el espacio y un rayo de sol brilló en nuestro sudor. Un acto inmemorial acababa de consumarse.

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