Translate

martes, 3 de marzo de 2009

PATIO TRASERO

Bajamos de la autopista y el semáforo nos obligó a detenernos justo en la esquina, donde comienza la avenida y acaban las últimas columnas de cemento.
Un sector de tierra seca y polvorienta, sin rastro de verde alguno, queda a la derecha de mi ventanilla. Una escena doméstica, diría, si no fuese que está a la vista de miles de transeúntes, como yo, como el hombre que está sentado a mi izquierda, como el chofer del bus en el que viajo, como la señora gorda cargada con bolsas que aprovecha el semáforo para cruzar sin aliento en diagonal sabiendo que corre el riesgo de ser aplastada contra el terraplén gris de cemento si justo en ese instante fatal bajara un auto a toda velocidad, a la vista de miles, como tantos y tantos otros que viajan en auto, buses, a pie, por la zona.
Una escena casi íntima. Un hombre joven, de apenas veintitantos, recostado sobre un trapo desparramado sobre el suelo polvoriento, que me recuerda, muy a lo lejos, un mantelito de picnic tan típico de las películas europeas de los años setenta, recostado -dije-, más bien encorvado -digo-, con su torso musculoso al desnudo, y un breve short azul de fútbol, del que brotan sendos muñones callosos y mugrientos, en reemplazo de piernas que habrán sido largas y fuertes, a juzgar por la contextura del muchacho. A su derecha, al alcance de su mano, una silla de ruedas de las baratas, ésas que presta la acción social, despintada, acostada de espaldas al piso, con sus ruedas chuecas mirando el cielo (allí reparo que es el modo que tiene este hombre de bajar de la silla sin ayuda de un prójimo). La imagen se detiene en mi retina e inmediatamente congela mi corazón. Como si estuviera frente a un espejo, me veo sentada confortablemente en mi minibus, con un chal en los hombros que amortigua apenas el frío polar del aire acondicionado, y un libro en mi regazo que se quedó allí, esperando ser leído, cuando distraje mi vista por la ventanilla.
La escena se puebla con un grupo de personas, una familia tal vez, a unos cuantos metros detrás del hombre sin piernas. En medio de unas maderas y cartones, como casita de naipes, distingo a una chiquita, de unos cinco o seis años, agachada, con la bombachita en las rodillas, mostrando al mundo su colita blanca, haciendo pis sin conocer aún el pudor, con la simpleza de lo cotidiano, despojado de toda moralidad. Nadie le ha dicho nunca a esta chiquita qué es correcto y que no, y si sólo se tratara de hacer pis bajo la autopista, dejando su tierna colita blanca a la vista de todo el que pasa por allí, si sólo de éso se tratara, sería un simple juego de niños.
El juego en este parque polvoriento continúa, de la mano de otra niña, una mujercita adolescente que bien podría ser la madre de la criatura que hace pipí, que se afana en desenredar con los dedos sus largos cabellos negros mojados, recién refrescados con agua de un tacho que está allí a su lado. Esta jovencita, en cambio, sí conoce el pudor y la coquetería, se sabe mirada con descaro por los automovilistas, apenas una mirada fugaz, un cambio de semáforo, pero sus ganas de sentirse fresca y bien peinada lo supera todo.
Cambia la luz, y el bus en el que viajo acelera para tomar la avenida, justo allí al doblar, la imagen de este baldío sucio se completa, como si se tratara del patio de atrás de una casita humilde, con otra escena doméstica, un hombre, con el pecho desnudo, pantalones de gimnasia arremangados, arrodillado y descalzo sobre la tierra seca y dura, se refriega las axilas, la cara, el cuello, sacude su cabello corto, bajo un chorro de agua vertido de un botellón plástico que una mujer, su compañera en la tarea, deja caer sobre él con delicadeza… los pierdo por detrás de la curva.
Imagino que el ritual continuará con otros tantos, tal vez ocultos por las grandes columnas de hormigón de la autopista, que irán apareciendo como insectos de ciudad, enloquecidos por el calor del asfalto, buscando sombras donde descansar, para continuar luego su andar entre soles, bocinas y frenadas, a cambio de un puñado de monedas, que ya no hay, que hoy cotizan como diamantes en el mercado de Amsterdam.
Tarde de verano porteño que adormece los cerebros, que transforma en pesada maquinaria a brazos y piernas, como topadoras que sudan levantando polvo, cuerpos que sólo buscan un rincón fresco donde soportar la tarde hasta que caiga.
Destellos de vidrios me enceguecen, haces plateados que refractan en espejitos retrovisores atraviesan el aire como agujas, se clavan en las miradas de los transeúntes provocando conmoción, violencia que dura segundos, hasta cambiar de ángulo y protegerse del impiadoso sol.


No hay comentarios: