Una noche fría
Salí de la cocina con un mate recién preparado entre las manos y fui a sentarme frente a la ventana, la cálida luz de octubre tiñe los contornos de rosa y el cielo se vuelve turquesa, sobre el horizonte aún brillan destellos de un sol que en breve comenzará a iluminar a otros muy lejos de aquí.
Eduardo sonríe y me pide un mate, su sonrisa, a igual que su remera blanca, espejan los rosas. Observo su perfil detenidamente y en silencio, es tan varonil pienso, pero no se lo digo, sólo sigo mirándolo. Sus ojos oscuros miran lejos a través de la ventana, no hay melancolía en ellos, por el contrario, trasmiten certezas, convicción de estar en el lugar preciso con la persona indicada. Llevo mi mirada hasta sus labios carnosos, levemente humedecidos que vuelven a sonreírme mientras me devuelve el mate, ahora es mi turno y por un instante dejo de mirarlo, cierro mis ojos y sigo recorriendo su rostro, el cabello al ras que desnuda las venas en las sienes, verdosas y enérgicas surcando su piel, dotándolo de una vitalidad increíble, bajo por ellas hasta su cuello musculoso y me detengo, me hago un ovillito pequeño y me quedo acunada en el hueco que forma su clavícula, se está tan bien allí…
Abrí los ojos, sus brazos me rodearon delicadamente como si yo fuera frágil y en un instante mágico comenzamos a acariciarnos, nuestras manos ansiosas se entrecruzaron sin estorbarse dibujando una coreografía perfecta, acelerándose sin perder el ritmo. Desnudos ya, nuestros cuerpos se aceptaron y rechazaron en un juego perverso y sensual a la vez, entre risas y susurros me penetró, quedé poseída de placer casi inmóvil bajo su cuerpo, su sexo estallaba … con fuerza inaudita grité… grité…
… y el infinito placer se fundió con el espanto…
Una sombra en la puerta nos observaba silenciosa, acechante.
La luz del atardecer me permitió verla, cuanto más se nos acercaba más temor me producía. Una bella mujer desnuda, de piernas muy largas, caminaba hacia nosotros segura de sí. Desorbitada vi cómo se deslizó entre ambos, separando nuestros cuerpos y ocupando mi lugar ante la complacencia de mi hombre, que parecía no darse cuenta del cambio, besó sus senos, lamió su cuerpo, élla gemía y él cada vez más excitado seguía saboreándola. Quedé allí inmóvil contemplando una pesadilla sin fin, los amantes no notaron mi presencia y siguieron gozando locamente, gimiendo, gritando. Sus cuerpos brillantes de sudor opacaron el mío, que frío por el horror se encogió en un rincón lejano del cuarto.
Cuando el silencio y la oscuridad dominaron a mi alrededor, cerré los ojos y me dormí.