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martes, 24 de marzo de 2009

constant labyrismen

LAS MATEMÁTICAS Y LA VIDA


24 puede ser un lindo número, más para aquéllos a los que les gustan los nº pares, para colmo, 2 + su duplo, lindo.

24 también es 2 docenas, si se trata de empanadas la 3ra va gratis.

24, las horas del día; su mitad, 12, los meses del año…

Y así, casi hasta el infinito, podríamos dar cifras, hacer comparaciones, y hasta dar excelsas (y complicadas) explicaciones de todo, al estilo de un cabalista consumado.

Ahora, si al 24 le agregamos “Marzo” ya tenemos otra cosa,
para muchos de nosotros será una clara alusión a una de las fechas más oscuras de nuestra historia reciente, ni más ni menos que el inicio de una larga y tenebrosa noche que durará casi 8 años, si bien fue anticipada algún tiempo atrás y siguió dando zarpazos largo rato después.

Aún más, si completamos con “1976”, 24 de Marzo de 1976,
ya no quedan dudas al respecto, podremos seguir hablando de números, pero las cifras ya no van de a docenas sino de a miles.

Decenas de miles fueron desaparecidos, torturados, privados de su libertad, arrancados de sus familias y de sus sueños, aniquilados.

Centenas de miles fueron despedidos de sus trabajos, de sus escuelas, perdieron sus viviendas, comenzaron a ver el futuro como algo más que lejano, incierto. Incluso muchos de estos miles dejaron de ser felices.

Millones de miles de pesos fueron “extraviados” en el exterior, o en el interior de cuentas bancarias testaferras.

Sin embargo, hoy un nº me da vueltas en la cabeza, 97.
97 son los nietos recuperados a la fecha, 97 niños, hoy mujeres y hombres, que han recuperado su identidad, que ya saben cabalmente quiénes son, 97 mujeres y hombres que integran una larga lista que aún falta completar,
97 sonrisas, multiplicadas en los rostros de familiares y amigos, de ayer, de hoy y siempre.
97, no es nº par ni sencillo para multiplicar, pero a mí me gusta, mucho,
me da fuerzas para seguir sumando fuerzas.

sábado, 21 de marzo de 2009

Ansiedad de tenerte en mis brazos.

Jamás resolveré esta ansiedad? Suponer que estás en alguna parte esperándome, aunque no sepas de mi existencia, pero yo sé que vos también sabés …
Los otros días, apenas una semana no más, vi tus manos, sí, apoyadas sobre un mostrador, en la panadería de la vuelta de casa, mirá vos qué cerquita. Un chico de unos veintitantos, bastante alto y flaco, lindo pibe, llevaba un anillo finito en el anular izquierdo pero no era de matrimonio, parecía hecho de cordón negro o algo así, sencillito. Fueron apenas unos minutos, pidió pan y unas facturas, pagó y se fue. Nunca lo había visto antes…
… pero esas manos, esas manos son las tuyas, qué duda cabe? Son las de tu padre también, y las del mío. Inconfundibles con sus dedos largos y delgados, nudillos redonditos pero no toscos, uñas chatas y cuadradas, algo rústicas, sin embargo son manos de artista, que revelan precisión y esmero, cariños y caricias.
Son tus manos m’hijo, soy tu abuela querido,
y te sigo buscando.

con cariño, a la ñieta recuperada nª 97



domingo, 8 de marzo de 2009

Carretera

Bajo en picada, por una oscura carretera repleta de curvas, entro en la primer curva, sigo, acelero, agarro la segunda, acelero más aún, por fin una recta, y allí me detengo, delicadamente, sobre su cuello, salpicado de negros cabellos que huelen a pasto recién cortado, refrescante, y a la vez agreste.


Confundo el paisaje con su rostro, sombras aquí y allá, en los claros puedo ver su sonrisa reflejando soles dorados. Aumento la velocidad, y así, raudo, me acerco a su boca, un abismal pavor me invade. Imprescindible desviarme hacia sus ojos, espejos oscuros que jamás dejaron de acecharme. Decidí detenerme allí y mansamente contemplarla.

Una vez más mi desconcierto, árboles, espesura, verdes brillos de ojos negros, senda oscura de cabellos húmedos, ramas sin pájaros, aliento a pasto. Mi corazón late fuerte, aceleré en la curva, y perdí el rumbo.

Cautivado por su influjo, me arrojé ciego dentro de su boca. Los sonidos del bosque me devoraron.


(sencillo homenaje a Baricco)


martes, 3 de marzo de 2009

ALGO HUELE MAL

Domingo de lluvia en Buenos Aires, 2 de la tarde.
En la sección “mundo” del diario leo: “ Las autoridades judiciales exhibieron el complejo recién pintado y renovado durante una gira para periodistas que incluyó un paseo por un cuarto de costura, por una sala de ejercicios, otra de computación, una biblioteca, áreas recreativas al aire libre, vivero, una peluquería y salones decorados con flores de plástico. En la cárcel – que ahora se llama Prisión Central de Bagdad – ya hay 400 reclusos, aunque su capacidad total es de 15.000 …”.
Leo ésto y me irrita, no sé muy bien por qué, pero algo está mal.
Qué me enoja? Estoy a miles de km, en un país muy diferente, sin guerras, pacífico sí, pero con otras contiendas que resolver: falta de trabajo, sistema de salud deficiente, desnutrición, mala educación, drogas letales a 5 pesos, trata de niñas, sobornos, jueces impunes, curas y sicólogos pedófilos, y más y más…
Por qué el rencor entonces, qué me jode más? la resurrección del campo de concentración en Bagdad? que lo hayan pintado de blanco inmaculado? tal vez que tenga computadoras y biblioteca que los chicos de mis escuelas no tienen? o sala de ejercicios, cuarto de costura (?), áreas recreativas, que lo asemejan a un club privado de zona norte?

No sé. Quizá lo que más me enoja sean sus flores de plástico.

PATIO TRASERO

Bajamos de la autopista y el semáforo nos obligó a detenernos justo en la esquina, donde comienza la avenida y acaban las últimas columnas de cemento.
Un sector de tierra seca y polvorienta, sin rastro de verde alguno, queda a la derecha de mi ventanilla. Una escena doméstica, diría, si no fuese que está a la vista de miles de transeúntes, como yo, como el hombre que está sentado a mi izquierda, como el chofer del bus en el que viajo, como la señora gorda cargada con bolsas que aprovecha el semáforo para cruzar sin aliento en diagonal sabiendo que corre el riesgo de ser aplastada contra el terraplén gris de cemento si justo en ese instante fatal bajara un auto a toda velocidad, a la vista de miles, como tantos y tantos otros que viajan en auto, buses, a pie, por la zona.
Una escena casi íntima. Un hombre joven, de apenas veintitantos, recostado sobre un trapo desparramado sobre el suelo polvoriento, que me recuerda, muy a lo lejos, un mantelito de picnic tan típico de las películas europeas de los años setenta, recostado -dije-, más bien encorvado -digo-, con su torso musculoso al desnudo, y un breve short azul de fútbol, del que brotan sendos muñones callosos y mugrientos, en reemplazo de piernas que habrán sido largas y fuertes, a juzgar por la contextura del muchacho. A su derecha, al alcance de su mano, una silla de ruedas de las baratas, ésas que presta la acción social, despintada, acostada de espaldas al piso, con sus ruedas chuecas mirando el cielo (allí reparo que es el modo que tiene este hombre de bajar de la silla sin ayuda de un prójimo). La imagen se detiene en mi retina e inmediatamente congela mi corazón. Como si estuviera frente a un espejo, me veo sentada confortablemente en mi minibus, con un chal en los hombros que amortigua apenas el frío polar del aire acondicionado, y un libro en mi regazo que se quedó allí, esperando ser leído, cuando distraje mi vista por la ventanilla.
La escena se puebla con un grupo de personas, una familia tal vez, a unos cuantos metros detrás del hombre sin piernas. En medio de unas maderas y cartones, como casita de naipes, distingo a una chiquita, de unos cinco o seis años, agachada, con la bombachita en las rodillas, mostrando al mundo su colita blanca, haciendo pis sin conocer aún el pudor, con la simpleza de lo cotidiano, despojado de toda moralidad. Nadie le ha dicho nunca a esta chiquita qué es correcto y que no, y si sólo se tratara de hacer pis bajo la autopista, dejando su tierna colita blanca a la vista de todo el que pasa por allí, si sólo de éso se tratara, sería un simple juego de niños.
El juego en este parque polvoriento continúa, de la mano de otra niña, una mujercita adolescente que bien podría ser la madre de la criatura que hace pipí, que se afana en desenredar con los dedos sus largos cabellos negros mojados, recién refrescados con agua de un tacho que está allí a su lado. Esta jovencita, en cambio, sí conoce el pudor y la coquetería, se sabe mirada con descaro por los automovilistas, apenas una mirada fugaz, un cambio de semáforo, pero sus ganas de sentirse fresca y bien peinada lo supera todo.
Cambia la luz, y el bus en el que viajo acelera para tomar la avenida, justo allí al doblar, la imagen de este baldío sucio se completa, como si se tratara del patio de atrás de una casita humilde, con otra escena doméstica, un hombre, con el pecho desnudo, pantalones de gimnasia arremangados, arrodillado y descalzo sobre la tierra seca y dura, se refriega las axilas, la cara, el cuello, sacude su cabello corto, bajo un chorro de agua vertido de un botellón plástico que una mujer, su compañera en la tarea, deja caer sobre él con delicadeza… los pierdo por detrás de la curva.
Imagino que el ritual continuará con otros tantos, tal vez ocultos por las grandes columnas de hormigón de la autopista, que irán apareciendo como insectos de ciudad, enloquecidos por el calor del asfalto, buscando sombras donde descansar, para continuar luego su andar entre soles, bocinas y frenadas, a cambio de un puñado de monedas, que ya no hay, que hoy cotizan como diamantes en el mercado de Amsterdam.
Tarde de verano porteño que adormece los cerebros, que transforma en pesada maquinaria a brazos y piernas, como topadoras que sudan levantando polvo, cuerpos que sólo buscan un rincón fresco donde soportar la tarde hasta que caiga.
Destellos de vidrios me enceguecen, haces plateados que refractan en espejitos retrovisores atraviesan el aire como agujas, se clavan en las miradas de los transeúntes provocando conmoción, violencia que dura segundos, hasta cambiar de ángulo y protegerse del impiadoso sol.